“Es absolutamente falso que Berlanga fuera un director caótico”

© Josefina Blanco

ANTONIO GÓMEZ RUFO

En la famosa caja 1034 del Instituto Cervantes, Luis García Berlanga depositó, además del guion inédito de ¡Viva Rusia! y del número 465 de la publicación francesa L’avant-Scène con un monográfico sobre El verdugo (1963), un ejemplar de Berlanga: Contra el poder y la gloria, la primera biografía autorizada sobre su figura que escribió Antonio Gómez Rufo en 1990. El escritor madrileño trabajó con el cineasta valenciano durante su etapa en la Filmoteca Española y, posteriormente, escribieron juntos los guiones de Blasco Ibáñez (1997) y París-Tombuctú (1999).

¿Cuándo y cómo empezó a forjarse su amistad con Berlanga?

Nos conocimos cuando, allá por 1979 o 1980, yo trabajaba como asesor jurídico del gabinete de la Dirección General de Cine y, un tanto harto, pedí el traslado a la que por entonces se llamaba Filmoteca Nacional. Luis (García Berlanga) era presidente e inmediatamente se produjo entre nosotros ese fenómeno que suele denominarse química. Los dos tuvimos muy claro desde el principio qué tipo de Filmoteca queríamos y qué iniciativas debíamos impulsar para transformar la Filmoteca Nacional franquista en la Filmoteca Española de la democracia: desde crear el Museo del Cine, algo que nunca logramos, hasta acondicionar una nueva sede que es el Cine Doré y que hoy sigue en funcionamiento. Y entre unas cosas y otras, nos dedicábamos a lo que más nos gustaba a los dos, que no era otra cosa que politiquear. Pongo un ejemplo: en aquel momento, la Filmoteca Nacional equivalía a una subdirección general y queríamos convertirla en un organismo autónomo. Para conseguir eso, había que hacerlo a través de una ley y como teníamos prisa y no sabíamos cómo hacerlo, intentamos que se metiera como una enmienda in voce en el Congreso de los Diputados en el que se estaba aprobando una nueva ley del cine. Una enmienda in voce supone que, durante la tramitación de una ley, un diputado se levanta y comunica que quiere introducir una enmienda. Para ir sobre seguro y lograr la aprobación de ese anexo, nos reunimos previamente con un diputado de cada grupo parlamentario. De Alianza Popular, con Antonio de Senillosa, que era muy amigo nuestro; de UCD con Carmela García-Moreno, que era muy amiga mía; del Partido Socialista nos reunimos, seguro, con Tierno Galván, porque yo era del PSP y era alguien muy cercano a él, y creo recordar que, también, con Pedro Bofill; del PCE me parece recordar que con (Ramón) Tamames, … La cuestión es que a todos ellos les convencimos de que tenían que aprobar esa enmienda que se iba a presentar, cosa que se consiguió. Todo ese tipo de reuniones las hacíamos por la noche, fuera de la Filmoteca, casi siempre en mi despacho particular. Quedábamos a cenar con toda esta gente y luego charlábamos con ellos para tratar de convencerles. Era una labor que ayudaba a mejorar las condiciones de la Filmoteca pero que se hacía fuera del horario fijado por la administración. Trabajábamos veinticuatro horas para la Filmoteca y eso forjó una gran amistad entre nosotros y generó un alto grado de complicidad, más allá de que teníamos unos gustos muy parecidos, como nuestra afición por el erotismo, que es algo fundamental para que dos personas se entiendan.

Unos horarios ‘intempestivos’ que terminarían con el mandato de Berlanga al frente de la Filmoteca, …

Aquella relación que se forjó fuera de los horarios administrativos (aunque en realidad siguiéramos trabajando para el Ministerio de Cultura) fue lo que condujo, entre otras cosas, a que Pilar Miró diera la orden de que los funcionarios solo podían trabajar de ocho a tres. Nosotros intentamos explicarle que había días en los que nuestros asuntos nos llevaban hasta las doce de la noche y que ese tipo de reuniones que sirvieron para que la Filmoteca fuera un organismo autónomo se tenían que hacer de esa manera y a esas horas. Pilar Miró nos dijo que ni hablar, que horario de ocho a tres y Luis se marchó, sin más. Yo me marché unos días después porque me llamó Tierno Galván para dirigir el Aula de Cultura municipal. Nuestros destinos profesionales se separaron en ese momento, pero conservamos la amistad hasta el día en que murió.

Tras ese periodo en Filmoteca, ¿cómo vuelven a coincidir profesionalmente?

Posteriormente, aquella relación que se forjó por cuestiones extra cinematográficas encontró un cauce también profesional. No sé si antes, después, o simultáneamente a nuestro trabajo en Filmoteca, cuando a Luis le llamaban para dar una conferencia o participar en una mesa redonda, se empeñaba en que fuera yo a acompañarle. Eso sucedía porque, en un determinado momento, a Luis comenzó a deteriorársele la memoria y le costaba mucho recordar nombres, fechas, etcétera. Así que cuando interveníamos en una charla sobre, pongamos por caso, cine y literatura, yo hablaba de la parte literaria y luego él empezaba a explicar cosas sobre cine y yo le hacía de apuntador porque le costaba acordarse de algunas cosas.

En paralelo a todo esto, se produjo la ruptura entre Luis y (Rafael) Azcona e hizo la primera película sin él, que fue Todos a la cárcel (1993) que escribió con su hijo Jorge (Berlanga). En las siguientes películas, que fueron Blasco Ibáñez (1997) y París-Tombuctú (1999), sus productores, que eran (José Luis) Olaizola y (Rafael) Díaz Salgado, me instaron a que trabajará en los guiones junto a Luis, porque lo que querían, sobre todo, era que introdujera un mínimo de disciplina en su rutina. Yo les dije que no había hecho un guion en mi vida, que yo lo que sabía escribir eran novelas, a lo que me respondieron que un escritor podía hacer de todo. Al final me convencieron, también económicamente.

¿Cómo era ese proceso de trabajo?

Quedábamos cada día sobre las once de la mañana y estábamos hasta las cinco, las seis o las siete de la tarde elaborando los guiones de una manera muy lenta que, por suerte, fue aceptada por los productores, porque introducir la disciplina en la vida de Luis era complicado. Y lo era no porque fuera anárquico como tantas veces se ha dicho, sino porque le daba pereza ponerse a trabajar. Nuestras jornadas empezaban hablando de las noticias del día: si esto sucediese hoy (N. del A.: la entrevista se realizó el 19 de mayo de 2021) estaríamos hablando de Ceuta, del gobierno catalán, de la muerte de Franco Battiato, de si Zidane se queda o se marcha o de si el Valencia jugó bien o mal esta temporada. Así comenzábamos todos los días a eso de las once de la mañana, allá a la una del mediodía decidíamos donde íbamos a comer y si llamábamos a fulanito para que se uniera y yo le decía, “pero Luis tendremos que hacer algo del guion” y el me contestaba, “sí, sí, después de comer lo hacemos”. Cuando volvíamos de comer, íbamos a una especie de despachito que más que un despacho era un sitio privado para nosotros, en el que nos reuníamos y pasábamos las tardes. Si había vuelta ciclista, se veía la etapa, si no, él dormitaba un poco y después nos poníamos a escribir. Y, de repente, la chispa surgía y en aproximadamente dos horas, de cinco a siete, construíamos la secuencia del día. Luego venía el coche, lo recogía y lo llevaba a casa. Yo me iba a la mía y pasaba al ordenador el trabajo del día. Así cada día.

Aunque usted ya colaboró en el guion de Todos a la cárcel (1993) trabajó codo con codo con Berlanga en Blasco Ibáñez (1997). ¿Cómo fue aquel proyecto?

Fue un proyecto largo, porque hicimos tres capítulos de hora y media, que era lo que estaba presupuestado. A final, por dificultades económicas de la productora solo hubo dinero para hacer dos. Imagina lo que es reducir tres episodios a dos, … Como decía Luis, fue una cagada, fue la cagada cinematográfica más grande a la que yo he asistido. Era imposible dejar una obra de cuatro horas y media en tres y mantener la estructura, porque te veías obligado a quitar secuencias que era imprescindibles para entender lo que venía a continuación. Además, a la hora de rodar había que cortar, cortar y cortar… Fue atroz, un desastre y para colmo la familia de Blasco Ibáñez se enfadó porque no entendió que aquello era una ficción sobre su antepasado, no un documental. Dijeron que lo habíamos tratado injustamente y, de hecho, la pasaron una vez por Canal 9, otra por TVE y desapareció.

París-Tombuctú ya fue otra cosa…

Cuando hicimos París-Tombuctú (1999) yo era muy consciente de lo que teníamos entre manos y recuerdo que le dije a Luis: esta película no te va a funcionar, pero dentro de 20 años será un clásico. De momento, eso no ha sido verdad, porque esos veinte años ya han pasado, pero estoy convencido de que terminará siéndolo y lo estoy porque creo que es una película excesivamente adelantada a su tiempo y que, algún día, recibirá la consideración que merece, que es la de ser una de las obras capitales del fin del siglo XX en España.

Es su película más personal y eso que no se atrevió a incluir algunas de las cosas que introducimos en el guion, como un guiño a todas y cada una de las películas anteriores (al final quedaron cuatro o cinco). Fue su película testamento y en ella se observa claramente la imposibilidad de Luis para saber qué pasará en el siglo XXI, cosa que le generaba mucho miedo.

De ahí ese cartel con el “Tengo miedo. L.”, ¿no?

Costó mucho que metiera esa frase, no quería, temía que le vieran como a un cobarde. Le preguntábamos que es lo que sentía con la llegada del nuevo siglo y lo que sentía era pánico porque no entendía nada de lo que venía.

¿Miedo también a dejar de hacer películas?

En la última secuencia, el personaje de Piccoli deja la bicicleta -que es una metáfora del cine- y el mendigo la recoge, esa fue la manera que tuvo Luis de decir yo he terminado aquí, ahora os toca a vosotros. Es decir, él tenía asumido que aquella era su última película y es algo que no le afectó. Es verdad que luego hizo El sueño de la maestra (2002) y que después, cuando todavía estaba lúcido, decidimos hacer una serie de cortometrajes sobre las ceremonias (bautizos, comuniones, bodas, entierros) y empezamos con los funerales. Durante una comida diseñamos lo que podía ser el esqueleto de una película sobre la muerte y me animó a que hiciera el guion. Cuando lo terminé, él ya había sufrido su segunda caída y no podía seguir adelante con ningún proyecto por lo que aquello quedó aparcado. Cuando falleció, llamé a todos los amigos técnicos y actores que, de manera altruista, participaron en el rodaje de lo que fue El aprovechamiento industrial de los cadáveres (Antonio Gómez Rufo, 2012). Si el hubiera estado bien, seguramente hubiéramos hecho esa serie de cortos que habíamos previsto.

¿Cómo era Berlanga en los rodajes?

Durante los rodajes estaba absolutamente concentrado en lo que hacía, pero cuando gritaba corten desconectaba de la película y nos poníamos a hablar del Tour de Francia o de las chicas del rodaje. Siempre se ha hablado del caótico Luis y eso es absolutamente falso. Él se acostaba por la noche y en su cabeza diseñaba la secuencia del día siguiente y lo hacía casi como un director teatral: él sabía los movimientos de todos los actores por bloques (los de delante, los de detrás y los del fondo) y sabía por dónde tenía que ir la cámara. Al día siguiente, sobre todo si eran planos secuencia, los ensayaba durante un día como si de una función se tratase, daba las instrucciones al equipo técnico y después rodaba. De hecho, hacía repetir tomas porque le encantaba fastidiar a los actores. Recuerdo que, en La vaquilla (1985), Alfredo Landa terminó encabronado y es normal, porque Luis les hizo bajar la cuesta como treinta veces cuando él sabía que la toma buena era la primera. Repetía una secuencia quince veces y luego decía “que se positiven la uno, la siete, la nueve y la doce” y sabías que, con la mala memoria que tenía, lo estaba diciendo al tuntún porque él tenía claro cuál era la toma buena que, normalmente, solía ser la primera. Y lo hacía para ver si los actores le daban algo más, algo que no estuviera en el guion, pero Luis las secuencias las tenía medidas al milímetro. Así que, de director caótico, nada de nada. Esa fama le viene por su vagancia: era alguien que trabajaba mucho para quitarse la tarea de encima lo más pronto posible y poder dedicarse a lo que de verdad le gustaba.

Que no era el cine, …

No recuerdo si está escrito en la biografía o no, pero a mí la frase de Berlanga que más me ha impactado en la vida, la que más me hizo pensar, la pronunció un día creo recordar que en una comida. Me dijo: “yo he sido célebre por la segunda cosa que más me ha gustado en la vida, que es el cine, pero nunca por la primera”. Que alguien como él te confiese que no ha podido conseguir lo que más ha ansiado en la vida me dejó tocado, y me llevó a preguntarme cómo era posible estar frustrado siendo Luis García Berlanga, alguien a quien la gente paraba en la calle para hablar con él, aunque dijera que nadie le hacía caso. Eso mi hizo reflexionar mucho y llegué a la conclusión de que uno tiene que dedicarse a lo que realmente quiere.

¿Y cuál era la cosa que más le gustaba en la vida?

La fascinación que él sentía por el universo femenino. A él le hubiese encantado vivir en una casa delante de la playa de Santa Mónica, un lugar que le apasionaba, rodeado de un harén de ninfas sumisas que tuvieran unos tobillos maravillosos y se pasearán llevando zapatos de tacón, pero que no le molestaran mucho. Una contradicción más.

¿Qué le motivó a involucrarse en la escritura de Contra el poder y la gloria (Temas de hoy, 1990) la primera biografía sobre Berlanga?

Nuestra trayectoria común es personal, lo cinematográfico vino a posteriori. ¿Por qué hice la biografía de Luis? Pues, en primer lugar, por una cuestión alimenticia, porque tenía que seguir publicando libros, mantener a mi hija que era pequeña por aquel entonces y mantener mi casa. Luis odiaba que se hicieran biografías sobre él, pero se lo propuse a la editorial y finalmente aceptó. Quedamos todas las tardes durante tres meses, ponía la grabadora en marcha y él iba relatando su vida. Es cierto que, por una parte, a mí me vino económicamente bien hacerla, pero no es menos cierto que Luis se merecía una biografía, porque solo existía el libro de Manuel Hidalgo y Juan Fernández Les, que está muy bien pero que no es una biografía autorizada.

¿Cómo definiría a Berlanga?

Probablemente esta apreciación tenga que ver con el cariño, con el hecho de haber pasado mucho tiempo a su lado. Creo que el Luis director ha sido analizado sobradamente y puesto en el lugar que le corresponde, sin embargo, el Luis persona ha sido menos valorado de lo que merecía. Era, sobre todo, una buena persona y lo era porque sus respuestas eran siempre tiernas y porque le gustaba ser rápido a la hora de atender peticiones. Si tú le pedías algo, él no se paraba a pensar si aquello le interesaba o no, siempre te contestaba de una manera positiva, aunque luego se arrepintiera. Era un hombre de respuestas inmediatas y buenas, así que su naturaleza era buena. ¿Que tenía malicia? Pues claro, como buen valenciano.

¿Cómo fueron sus últimos años?

Cuando acabó París-Tombuctú (1999), Luis comenzó a deteriorarse de una manera brutal tanto física como mentalmente, y el último año de su vida estuvo prácticamente solo, porque, desgraciadamente, no tenía amigos, nadie iba a verle. Yo solía ir los lunes y los viernes y pasaba la tarde con él y he decir que en los últimos meses ya no me reconocía, ni siquiera sabía que era director de cine. Sin embargo, cuando lo acariciabas lo agradecía, atendía al cariño, a la caricia y también es verdad que, si yo le mostraba alguna revista erótica o le hablaba de esos temas, le brillaban los ojos. Ese fue su último año y a mí me costó más de un enfado con alguna persona importante del cine que le debía mucho a Luis y que fue incapaz de ir a verle. Yo iba porque sabía que estaba solo en un cuarto, pasando ininterrumpidamente las páginas de un periódico porque no se acordaba de lo que acababa de leer, con la tele puesta.

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