Pedro Almodóvar
Berlanga y los actores de reparto
Todos los actores con Berlanga eran actores de reparto; sus películas, incluso las que tenían un claro protagonista, eran películas corales. Si pienso en el Cassen de “Plácido” o el Sazatornil de “La escopeta nacional” sigo encontrando sus prodigiosas presencias propias de los personajes secundarios, capaces de arrastrar con ellos todo un universo, pero que tienen demasiada gente a su alrededor arrebatándoles pedazos de protagonismo. La vida es coral, y las mejores películas de Berlanga también.
En los años en que le tocó trabajar, Berlanga tuvo la suerte de encontrarse con las mejores generaciones de los llamados “actores de reparto” y ellos de encontrarse con Berlanga, en cuyas películas los elevó a las mayores cotas de popularidad y excelencia.
Nunca hay que entender el término “secundario” como algo realmente secundario, y mucho menos menor o peyorativo.
Thelma Ritter nunca protagonizó una película y el cinéfilo la recordará siempre en cada una de las que interpretó. María Luisa Ponte, Julia Caba Alba o Laly Soldevilla multiplicaban la calidad y la fuerza de las secuencias donde intervenían y rara vez fueron protagonistas. Bueno, Laly sí, justo en “Vivan los novios” de Berlanga y “Duerme, duerme mi amor” de Paco Regueiro, que yo recuerde. Escribo a vuelapluma y seguro que me olvido de muchos títulos y nombres importantes.
Las películas de Berlanga no sólo han marcado la época de oro del cine español, sino que encumbró en ellas los personajes humildes, cotidianos, que luchaban contra la precariedad y la sordidez de su tiempo, y los de la clase superior que no eran sino el reflejo de los anteriores, pero dotados de mayor picardía. Todos sus personajes, ricos y pobres, eran hermanos, como Luis Ciges y José Luis Lopez Vázquez en la saga de “La escopeta nacional”. Y para interpretarlos contó con actores geniales que han dejado una profunda huella, escrita en los rodillos de los títulos finales de crédito. Nombres de artistas enormes, escritos en letra pequeña.
Chus Lampreave, Manolo Morán, el propio Isbert, carne y voz de secundario, aunque su nombre encabezara repartos, cuando ya era muy mayor. Elvira Quintillá, Julia Caba Alba, Agustín González, Manuel Alexandre, Luis Ciges y tantos otros.
Incluso Sacristán, Landa y López Vázquez fueron actores de reparto con Berlanga antes de convertirse cada uno, y muy merecidamente, en estrellas.
De Luis García Berlanga me apasiona todo, aquello con lo que me identifico y también lo que nos separa. No quiero compararme con él, por Dios, pero me siento muy cercano a su sentido del humor, a su afición por Arniches y el sainete en general, a la familia como núcleo dramático, al coro de personajes secundarios que en ocasiones importan más que los protagonistas. La soledad, como tema eterno (“Tamaño natural”). El vecindario, el aspecto rural de nuestros pueblos pero también el de nuestras ciudades y los personajes que las llenan, la ternura de los pícaros, la humanidad y el instinto de supervivencia como elementos esenciales de los personajes, no importan quienes sean ni la clase social a la que pertenecen. La independencia y la libertad moral que rigió su vida y las que yo intento que impregnen la mía. Pero somos directores muy distintos, no solo por su genialidad y maestría. Creo que ambos nos acercamos a un rodaje y al final del proceso cinematográfico de un modo casi opuesto. También eso me fascina de él.
Yo, por ejemplo, odio el doblaje. La oscuridad de las salas de doblaje me provoca ansiedad, y soy un gran defensor de la interpretación visceral, la que surge en el momento inmediato a escuchar el grito de “¡Motor! ¡Acción!”. No creo en el doblaje si no es para poner parches a escenas de dudoso resultado o como modo de ejercer la censura. Sin embargo hay grandes directores para los que el doblaje fue esencial, Fellini y el propio Berlanga, por ejemplo.
También creo que un guión férreo es la piedra sustancial sobre la que se construyen las películas. Para Luis el guión era poco menos que el arma con la que un productor fascista se ensañaba con el director.
Era bien conocida su fobia al sonido directo, algo lógico porque terminaba las películas en el estudio de doblaje. Las reescribía, las perfeccionaba y les daba su forma final. Esto explica su fobia a los guiones muy hechos, le quitaban libertad a la hora de rodar, montar y doblar. Realmente su sistema de trabajo era el más racional. Uno conoce la historia que quiere contar cuando ha terminado de rodarla. Justo en ese momento es cuando se debería escribir el guión. Desgraciadamente no se puede hacer así, pero él no dejaba de intentarlo, y lo conseguía, o casi.
El doblaje y la reescritura después del rodaje era su modo de concebir, desarrollar y buscar la perfección de cada una de las secuencias que rodaba. Hay quien dice que la búsqueda de la perfección no es sino una forma de sadismo, si en la obra intervienen más personas que el “perfeccionista” en cuestión, y en una película llegan a intervenir al menos cien personas.
Berlanga era un perfeccionista incansable. Alfredo Landa le definió como “un hijo puta con ventanas a la calle”. A Berlanga le encantaba esta definición y la sentía muy próxima. Puedo imaginarle repitiendo hasta la saciedad cualquiera de aquellos planos secuencias donde entraban y salían una pléyade de maravillosos actores que tal vez no atinaban a ser maravillosos a la vez y en la misma toma, y odiaban por momentos al mejor director que habían tenido, Luis García Berlanga, el eterno insatisfecho, el fetichista amenísimo, el amigo de los amigos de sus hijos, el padre indiscutible de la comedia (ácida, crítica y tierna) española de todos los tiempos.
Pedro Almodóvar, 2012