Javier Tolentino
Un mal español que fabulaba, con relatos austrohúngaros
De todas las definiciones y etiquetas que se le ha impuesto a Luis García Berlanga la que más me gusta es la que al parecer le puso Franco: “Un mal español”. Y es que de los tres grandes de nuestra cinematografía: Luis Buñuel, Víctor Erice y Luis García Berlanga, el menos presentable de todos es Berlanga. ¿Menos presentable? Entiéndaseme bien, el menos presentable porque si algo definía realmente al autor de “Plácido” es un presentarse en el desmentido constante, un deseo de habitar en el universo de la comedia para apartarse del drama , para apartarse y también para hacerlo más soportable, una crítica de la humildad que tan poco valor ha tenido en las señas de identidad de la cultura española; a nuestra forma de ser históricamente se le ha relacionado con otros modos y atrevimientos, Berlanga se quiso presentar con otros supuestos más españoles y con adherencias menos prosaicas: un Berlanga épico, erotómano, burlesque, pícaro, contradictorio, ácrata, tabernario, fetichista, anticlerical y vividor.
Si Luis Buñuel fue el español en el exilio y el autor de “Viridiana” y “Belle de jour”, estudios profundos sobre el comportamiento del ser humano y Víctor Erice el endiablado cineasta callado y barroco, intelectual y silencioso, caustico y huidizo que dirigió “El espíritu de la colmena”, uno de los techos de la cinematografía española, Berlanga se propone y se erige desde supuestos menos trascendentales, más mediterráneos, más verbenero y, sobre todo, con más sexo y más picante.
Mucho se ha escrito y hablado del Berlanga de la División Azul, de la guerra civil (veo más apropiado el término unamuniano de guerra incivil) de las estepas rusas, de los fríos y de cómo ahí y desde ahí, prueba de ello son sus cartas y su diario, hay ya una intención cinematográfica y de cómo se cuece su estilo, su universo austrohúngaro. De ahí que en cuánto pisa de nuevo su tierra ya lo tiene decidido y no esperará a que acabe la guerra mundial para matricularse en el Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas de Madrid, corre el año 1947 y comienza a forjarse el Berlanga cineasta y el hombre que construiría desde luego el cine español más genuino, con más identidad y, sobre todo, con cuentos que nos recuerdan a nuestras formas expresivas en todas las artes: Góngora y Quevedo, Sorolla y Picasso, Pepe Isbert, Lola Flores, Pedro Almodóvar, Antonio Mingote, El Roto, Edgard Neville, Laly Soldevilla, José Luis Sazatornil y, sobre todo, Luis Ciges. Pero no nos engañemos, toda esa España retratada por Berlanga escondía un poderoso entramado, un estilo de planificación, guión y esquema de montaje ruso, producto del obsesivo orden berlanguiano por los maestros del este: Kulechov y Eisenstein, especialmente.
He citado a Luis Ciges y realmente este inolvidable actor encarnó él solito lo que Berlanga esperó siempre del séptimo arte: humanidad, acidez, tristeza, grisura, de finales agrios y muy pegado a la vida, de Quijote y Sancho, ¿o no es Ciges un buen Sancho o un inmejorable Quijote berlanguiano? ¿Y no es Luis Ciges un Fernando Fernán Gómez en bajito? Don Luis ha dicho mil veces que sus problemas con la censura franquista hacían reír a la dictadura más que cabrearla que es lo que él realmente quería. Sin embargo, no lo creo así, más bien deberíamos pensar que puñetera la gracia que hizo al viejo régimen películas y situaciones que vimos en películas como “La vaquilla” o “La escopeta nacional”, metáforas de una patria de verbena y pandereta. Parte también de ese talento y de ese ingenio fue responsable también del evidente retraso en el reconocimiento de algunas de sus películas, como por ejemplo ese plano de la banderita estadounidense de papel que se va a la cloaca , dicen que le quitó probablemente la palma de oro para “¡Bienvenido, Míster Mashall!”, al enfadar a la parte norteamericana del jurado.
Luis siempre se apartó de la estela de héroe, han sido muchas las ocasiones en las que le hemos oído decir que lo suyo con la División Azul fue para mitigar la condena a muerte de su padre. Con la censura tuvo más problemas que los confesados, al éxito en Venecia con “El verdugo” le siguió una larga etapa de prohibición y veto en cubierto para hacer cine. Nunca, nunca se le escuchó a Berlanga apoyarse en la crítica política explicita a la dictadura, para él era más interesante hacer un requiebro tipo: “Un buen culo juega un papel más importante que cualquier ideología”.
Hablar de Berlanga es escarbar honduras de un país que habla con la voz quebrada de José Isbert, con el porte taurino-cañí de José Luis Ozores en “Calabuch”, con la ignorancia patética de un país que esconde a los sabios en el última pupitre de la escuela, con una aristocracia cutre representada en un Luis Escobar que cobraba y se corrompía a escondidas, con un clero de sotana y boina capaz de abofetear si José Luis López Vázquez le recordaba el Tribunal de Rota, con el polvo de Michel Piccoli a una española como Concha Velasco que tal y como inmortalizara Buñuel “sin la religión el sexo es mucho menos interesante” . Evocar a Berlanga es convocar la identidad de un pueblo, el español, que con “¡Bienvenido, Míster Marshall!” el análisis cobra mayoría de edad , desde “Calabuch” a “Plácido”, desde “El verdugo” a “Tamaño natural”, desde “La escopeta nacional” a “París-Tombuctú”, sin olvidar precedentes tan importantes como “Esa pareja feliz”, escrita nada más y nada menos que por Juan Antonio Bardem y Luis García Berlanga.
No ha habido crítica más feroz a la España de la dictadura que el cine de Berlanga, un pueblo oscuro, patético e ignorante, un mal país capaz de adorar a la virgen y de venderla al mismo tiempo, anticlerical y católico, una España administrativa, funcionaria, fallera y que se retrata en “El verdugo”, en esa conversación entre el candidato y el kiosquero, “si es mi recomendado, usted no se me echa atrás, ¿me entiende?”. Berlanga fue inexorable, mostrando la soledad y la ignorancia, la chulería y la derrota, la amargura y la crueldad del pueblo español. Si algo salva a estas aldeas malditas de Calabuch, Miraflores o Guardamar, metáforas de la España profunda, es precisamente que Berlanga nos lo cuenta, el retrato real de la España de Luis García Berlanga, semilla de crisantemo inseminada por la bestia y probablemente con graves dificultades para salir de este laberinto sin asistencia profesional.
Mucha fama y mucha etiqueta tuvo el maestro de caótico y desordenado, es falso. Orden y coherencia ha definido a su filmografía, “Éste ha sido mi último cohete” dijo el sabio científico de Calabuch, sin embargo su última obra duerme en la arqueta 1034, una caja de seguridad de la Caja de las Letras del Instituto Cervantes, cerrada el 27 de mayo de 2008, el contenido no puede desvelarse hasta el 12 de junio de 2021, cuando se cumpla el centenario del cineasta.
¿Qué contendrá? Nadie lo sabe, quizá la última broma de Berlanga. Un sarcasmo, una ironía, unos zapatos de aguja o un camino para salir de Calabuch.
Un mal español dijo el dictador que era Berlanga, porque malo no es el que fusila, secuestra, mutila y castra a todo un pueblo. Berlanga no era bueno porque apuntaba a nuestra verdad, porque nos dijo en qué nos convirtieron, en qué nos hicieron creer y de qué nos privaron.
“Me importa la gente, mis películas son fiel reflejo de la gente que he conocido y de la realidad que he vivido. Me gusta la vida, me da pereza irme. Confieso que tengo miedo, un miedo brutal, la vida al final no es una comedia”.
Javier Tolentino, 2012