¿Quién teme al suicida burgués?

París-Tombuctú (1999)

¿QUIÉN TEME AL SUICIDA BURGUÉS?

Imaginen ustedes, lectores, que el dentista de Tamaño natural (Luis García Berlanga, 1974) no hubiera muerto en el río Sena con su muñeca hinchable y llevara intentando suicidarse (sin éxito) desde entonces. La muñeca se fue a nado, la líbido le abandonó y en 1999, convertido en cirujano plástico, solo le queda viajar a ninguna parte, hasta recalar en el particular Estado-nación de su creador e intermitente alter ego Berlanga, el valenciano condado de Yoknapatawpha, ese Calabuch utópico donde, en los años cincuenta, un científico norteamericano que quería desaparecer de la vida mundana y acababa fabricando cohetes domésticos, encontraba la felicidad. Pero Michel (Michel Piccoli) no es el entrañable Jorge Hamilton (Edmund Gwenn): es alguien que, afirma, quiere suicidarse al ralentí, y al que Luis García Berlanga no para de rodear de pulsión de muerte. Por eso lo mete en un ataúd, lo transporta en un coche funerario y así llega a un supuesto Edén en el que no entiende nada. Verbenero, anárquico, ruidoso, absurdo, Calabuch será el planeta extraño, decadente, en el que la alegría parece cosa de fantasmas. A Michel tanta vida le desconcierta: su mejor compañía es Anacleto, un muñeco de madera que es el perfecto símbolo de su emasculación.

Una de las mayores virtudes de París-Tombuctú (Luis García Berlanga, 1999) es su abierta hostilidad contra el mundo. Decía Berlanga que fue la película que rodó con mayor libertad, pero ese hálito libertario siempre está teñido de una pátina ridícula, grotesca, en la que un mecánico anarquista (Juan Diego), en cueros, proclama deseos terroristas mientras arregla el vehículo de la Guardia Civil, que ha recuperado el tricornio para celebrar oficialmente la llegada del Tercer Milenio. Feísta, cacofónica, dispersa, descentrada y antipática, París-Tombuctú ofrece la alegría mediterránea, las contradicciones ideológicas de la cultura levantina, su ‘joie de vivre’ y su falta de sentido del exceso, sus paellas, sus horchatas y sus petardos como si formaran parte de un enorme ritual funerario. El altar a Manolete, potencial padre ilegítimo de los tres hermanos que acogen a Michel en Calabuch, es el lugar profano donde la muerte observa todo lo que pasa a su alrededor. La muerte está en todas partes, es omnisciente como un águila: en el cadáver de un turista checo, en el siglo que se acaba, en ese altar, decíamos, donde el torero, la España folclórica, es adorada como un Dios profano. “El suicidio sigue siendo una solución burguesa”, espeta el mecánico iluminado. Así las cosas, sin el menor ápice de complacencia hacia su protagonista, Berlanga decide que Michel se suicide con la épica grotesca de la burguesía, en una imagen que no muchos cineastas de su generación se habrían atrevido a filmar: colgado de una viga, con unos zapatos de plataforma estilo ‘drag’, Michel vive, por fin, la felicidad de los ahorcados, esa erección que supone la recuperación de la masculinidad perdida justo cuando empieza a convertirse en cadáver exquisito, eyaculando fuegos de artificio como si fueran semen luminoso, multicolor.

Tenía razón Juan Miguel Company cuando decía que París-Tombuctú no era una película testamentaria. Quien hace testamento piensa en un legado, y a pesar de su dimensión de catálogo de obsesiones, el filme parece querer dinamitarlas, no cree ni siquiera en la posibilidad de una filiación. El nihilismo inherente al cine de Berlanga, ese pesimismo vitalista que clausuraba !Vivan los novios! (Luis García Berlanga, 1970) con una comitiva funeraria en forma de viuda negra, impregnaba todas las imágenes de su despedida. Tal vez la única herencia que nos dejó Berlanga es ese epitafio final, escrito como un grafitti sobre dos de los iconos de la España franquista, el toro y la folclórica. A las puertas del cambio de siglo, ¿de qué tenía miedo Berlanga? ¿De la muerte? ¿De sí mismo? ¿De las derivas políticas de su país? ¿De qué su Calabuch particular no fuera más que el reino de las sombras que nos había permitido visitar en carne viva? El miedo, ese patrimonio nacional que no sabe de impuestos de sucesiones.

Sergi Sánchez. Crítico de cine y docente universitario.

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