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Calabuch (1956)

LA FÁBULA DE LAS IMÁGENES

La fortuita arribada de un afable hombre sin pasado (sí, en efecto, no demasiado distinto a los que deambulan, mucho tiempo más tarde, por las imágenes de Kaurismaki) a un pequeño pueblo de la costa mediterránea de la España en blanco y negro de los años cincuenta, inspira a Berlanga la redacción de un examen múltiple acerca de un imaginado Peñíscola, habitado por vecinos entrañables y sencillos, convertido en algo así como un especial espacio de sosiego y fraternidad emplazado en un abstracto centro de la dictadura y, ya a alturas internacionales, la Guerra Fría. El planteamiento, sin embargo, no es más que un truco: el vejete vagabundo y presuntamente anónimo que llega a la soñada Calabuch -en parte, una lastimada evocación sui generis de aquel Shangri-La de Horizontes perdidos (Frank Capra, 1937)-, en realidad es un conocido sabio estadounidense que huye de la barbarie. La utilización de una máscara por un personaje descubierto por el espectador desde el comienzo establece aprisa una de las cuestiones esenciales de la película: el estudio de la imagen y, sobre todo, de su reflejo subjetivo o directamente soñador. Así, el cineasta resuelve radiografiar el gris escenario de la España de su tiempo, al contrario que en otras ocasiones, promoviendo una escritura próxima en sus singularidades a las específicas de una fábula y una persistente negación de la realidad. En este sentido, resulta muy reveladora la accidentada secuencia de la proyección para los vecinos de una cinta de Juanita Reina. Mientras se proyecta el NO-DO (en efecto, otra manifiesta adulteración de la realidad), la imagen se deforma una y otra vez, provocando una vehemente respuesta a la sarta de tergiversaciones y loas, machaconamente arrojadas por el noticiario del régimen. De igual forma, e introduciendo un cándido romanticismo contestatario, Berlanga promueve una pequeña revolución, en el acto final, cuando los residentes optan por enfrentarse a los todopoderosos norteamericanos y no entregar al científico fugado. La empresa está condenada de antemano al fracaso, es verdad, pero no por ello es menos extraordinaria en su determinación de reunir distintas sensibilidades a fin de tratar de derrotar a Goliat. Calabuch, es así, habla con insistencia de sueños rotos o imposibles, y a su manera, fundamentalmente reinterpretando imágenes y objetos, intenta concretar un idílico escenario de los márgenes, casi invisible. De algún modo, parte del triunfo viene dado por la decisión (consciente o no) de conjugar la escritura popular española con la italiana, concretando así una feliz expresión mezclada, similar a otras muchas de la época, sostenida por el constante enfrentamiento de símbolos y figuras, por ejemplo, esos encuentros de Franco Fabrizi o Valentina Cortese, antes intérpretes de piezas de Fellini o Antonioni, con los reconocibles característicos locales. Pese a tratarse de una fábula cordial (en la que, es cierto, se trata el asunto de la Guerra Fría desde posicionamientos sorprendentemente antimilitaristas), ajustada con miradas simpáticas y gestos de camaradería, el peso de la cruda realidad se impone casi a cada paso. Calabuch es quizá una proyección inaudita ubicada en la España de entonces, incluso en la filmografía del artista; pero en el momento en que se la agita un poco se desvanece y revela su auténtico rostro cariacontecido y mísero. La película, desde luego, se refiere a la fragilidad de las apariencias y las máscaras. El erudito extranjero desea eliminar, como sea, su movida biografía y transformarse en un nativo más del pueblo, ligado a una singladura vital confortable y rutinaria; Berlanga, por su parte, parece empeñado en rechazar, con los mecanismos del cine, de la ilusión, la gravedad del periodo, aunque dicha refutación constituye, claro, una firme condena. Empero, la ilusión, de una u otra forma, siempre termina desapareciendo, hasta en las diferentes danzas de disfraces propuestas (y no son pocas a lo largo del metraje), o en todo caso facilita una serie de significativas informaciones, baste recordar, verbigracia, el bonito plano de la utilería de guerra de juguete abandonada en la playa frente a los imponentes barcos de guerra yanquis. Ciertamente, esta lámina de contraposición discursea acerca de la insignificancia general de la España reventada por el franquismo. Calabuch tal vez es, a grandes rasgos, una película-sueño, puede que la más sentida y luminosa del autor, pero asimismo es, una vez más, una cierta fotografía de quiénes fuimos y, evidentemente, quiénes somos.

Ramón Alfonso. Crítico de cine y programador.

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