Censura y mirada ácida en Los jueves, milagro y Plácido
Berlanga en el MuVIM
CENSURA Y MIRADA ÁCIDA EN LOS JUEVES, MILAGRO Y PLÁCIDO
Como cada final de mes desde el pasado abril, el Museu Valencià de la Il·lustració i la Modernitat (MuVIM) continuó con su ciclo de proyecciones dedicado a la figura de Luis García Berlanga en el año del centenario de su nacimiento. Joan Carles Martí, comisario de la exposición sobre el cineasta, albergada en las instalaciones del museo, ejerció como maestro de ceremonias durante las presentaciones de Los jueves, milagro (1957) y Plácido (1961) que corrieron a cargo del crítico cinematográfico, Ramón Alfonso, y del catedrático de Historia Contemporánea de la Universitat de València, Ismael Saz.
Joan Carles Martí explicó que, como buena parte de la filmografía berlanguiana, Los jueves, milagro nacía de un suceso de corte autobiográfico: “Berlanga oyó hablar a su tía del conocido como milagro de les ‘covetes’ que tuvo lugar en las cuevas de Vinromà, en las que una niña dijo haber visto a la Virgen. Aquel suceso convirtió el enclave en lugar de peregrinación y en la Navidad de 1947 cerca de 30000 personas acudieron allí para ver la aparición de la Virgen tal y como la niña había vaticinado que sucedería”. Martí recordó que, durante los meses siguientes a la supuesta aparición mariana, las concentraciones de fieles en la zona fueron considerables y que, de hecho, “tanto la tía como la madre de Berlanga acudieron a ellas”.
Nueve años después, Berlanga utilizó aquella anécdota autobiográfica para “construir una sátira sobre el turismo religioso, en una época en la que las peregrinaciones a Lourdes y a Fátima eran habituales”, si bien el impacto crítico de la película se vio reducido considerablemente porque “el 50% del guion fue mutilado por la censura porque cuestionaba a la fe y a la iglesia”. De todos modos, tal y como apuntó Joan Carles Martí, “Berlanga afirmó que, en la primera mitad de Los jueves, milagro, en La escopeta nacional y en El verdugo, fue cuando más disfrutó de su trabajo”.
El crítico Ramón Alfonso describió el cuarto largometraje en solitario del cineasta valenciano como “una película herida, rota, mutilada por la censura, el testimonio de una batalla perdida de antemano”, proponiendo, además, la formación de “una suerte de trilogía junto con Bienvenido Mister Marshall (1953) y Calabuch (1956), en las que se habla de pueblos fantasma y en las que se observan las cicatrices que dejó la Guerra Civil”. Para Alfonso, la película está claramente dividida en dos partes. “El primer bloque es una fotografía cínica de un escenario concreto que representa la España de la época” en la que se “condena el peso que la religión tiene en la sociedad”. Sin embargo, “el film cambia con la llegada del forastero, el personaje que interpreta Richard Basehart, que condiciona la película hasta el punto de terminar ensalzando lo que criticaba en la primera parte”. Ramón Alfonso achacó esta transformación a “la intervención de los agentes de la censura y de destacados miembros de la productora, afines al Opus” y a “las constantes reescrituras del texto e incluso la filmación, a cargo de Jorge Grau, de nuevos planos” que termina por “lesionar de gravedad una obra” no exenta de singularidades, como su primera parte o el “enfrentamiento”, en tanto tímida coproducción, entre “la escritura popular italiana y la española”.
Siente a un pobre en su mesa
Que Plácido (1961) es una obra maestra quizá sea uno de los escasos consensos ineluctables al que se puede llegar dentro de una cinematografía tan controvertida como la española. Esta “ácida crítica al nacionalcatolicismo”, tal y como la definió Joan Carles Martí, suponía la segunda colaboración entre Luis García Berlanga y el guionista Rafael Azcona tras la abortada serie de televisión Los pícaros cuyo único fruto fue el hilarante y mordaz capítulo inicial bautizado como Se vende un tranvía (1959), dirigido por Juan Estelrich bajo la supervisión de Berlanga.
Este primer guion de largometraje a cuatro manos le supuso al director valenciano vivir “el momento álgido de su carrera con la nominación al Oscar y la confraternización con grandes cineastas a los que admiraba y que alabaron su película, de Josef Von Sternberg, a Billy Wilder, de King Vidor a Rouben Mamoulian”.
Pero ¿qué es lo que convierte a Plácido no solo en un film incontestable sino también en un éxito internacional? Para Ismael Saz, catedrático de Historia Contemporánea de la Universitat de València, la película no solo logra “reflejar las constantes de la sociedad franquista del final de la época autárquica” sino que, además, es capaz de “proporcionar, a través de la más cruel foto fija, claves para entender dinámicas y continuidades de más amplio recorrido” como, por ejemplo, el “pluriempleo, las horas extraordinarias o las jornadas agotadoras”.
Para Saz, Plácido es “una comedia coral de corte costumbrista que deriva en una mezcla de sarcasmo y esperpento, una película no exenta de crueldad y que presenta una visión ácida de aquella España en blanco y negro; una película a la que, si le quitas el humor, resulta demoledora”. Y lo es porque refleja “una sociedad hipócrita, oscura, castrada, sin horizontes y que vive instalada en el miedo, en la que las clases populares están condenadas a la invisibilidad y a la incomunicación”.
Para el catedrático, la película está situada “en un momento clave dentro de la historia de España, justo antes de que se perciban los primeros cambios impulsados por el desarrollismo, cambios que introducirían algo de luz en el país y que se concretaron en el Plan de Estabilización aprobado en 1959”. Situada, pues, en una “encrucijada”, Plácido es un “retrato social que nos permite constatar que, dentro del franquismo, del régimen, de la sociedad, de muchos de sus actores sociales, hubo cambios y cambios importantes, pero también continuidades que, a modo de genial foto fija, nos señala la película”.
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